Facultad de Derecho - Universidad de Buenos Aires Instituto de Derecho de las Comunicaciones
 
AÑO I | Nº 1
   

 

 
El anteproyecto de ley del Instituto de Derecho de las Comunicaciones
Alejandro Fargosi
Introducción

La regulación de las telecomunicaciones, en el mundo y en nuestro país, ha tenido el mismo motor que mueve a las leyes desde siempre: la búsqueda de la libertad. Iniciado en 1990 y consolidado con el Decreto 764/00, ese objetivo se ha logrado y debe ser mantenido. Es obedecer a nuestra Constitución: todos tenemos derecho a recibir y prestar servicios de telecomunicaciones si cumplimos con los requisitos legales, que deben ser razonables y asegurar los beneficios de la competencia, máxime habiendo quedado demostrados los beneficios de la apertura de este mercado, que está logrando superar la crisis iniciada el año 2000 sin desmoronarse. La originalidad no es una virtud en sí misma y la regulación argentina actual es buena. Por ello es innecesario y negativo generar proyectos que por la mera innovación en sí misma, provoquen una inseguridad jurídica nefasta para las inversiones y la creación de empleo. Es así que este anteproyecto carece de novedades sustanciales y en esencia solo reordena los temas propios de una ley, asumiendo que serán complementados con el reglamento general que se dictaría tras ella.

La convergencia de servicios

Este es uno de los grandes temas de las telecomunicaciones pero pese a los esfuerzos de muchas legislaciones recientes, ha quedado una vez más demostrado que las leyes no fabrican el futuro ni pueden anticiparse a él.

Por definición, una ley es el resultado de un proceso gestado y consolidado en el pasado y la pretensión de que genere futuro es una utopía. Lo máximo que una ley puede hacer es liberar la fuerza creadora que no está ni en las leyes ni en los gobiernos, sino en cada uno de los habitantes. Ese ha sido el objetivo de este anteproyecto: no obstar a la convergencia en la medida que no se dañen derechos ni intereses de mayor valor, como los de los usuarios y clientes o los de las empresas que hubiesen realizado inversiones o pagado derechos de entrada al mercado.

Los servicios públicos

El anteproyecto sigue el esquema de licencia única, con registro de servicios y obtención de autorizaciones, habilitaciones y permisos, intentando además conformar un cuerpo de normas comunes a todos esos aspectos, para evitar repeticiones innecesarias [1] o contradicciones sin justificación.

A nuestro entender, todos los servicios de telecomunicaciones prestados a terceros son servicios públicos, no solo porque así lo establece la ley 19.798 sino porque así se tutela el interés común de recibir esos servicios dentro de parámetros de continuidad, regularidad, uniformidad, universalidad y obligatoriedad debidamente reglamentados en cada momento.

El prejuicio de que la calificación de servicio público implica perder libertad de acción y quedar sometido a controles , no tiene verdadera sustancia, porque los hechos demuestran que aunque no se considere a ciertos servicios (vg. los móviles o los de transmisión de datos) como servicios públicos propiamente dichos, cuando se generan conflictos con miles de clientes, el Estado interviene, regula y restringe esas libertades sin analizar si está o no frente a un servicio público.

Como contrapartida, esta calificación de servicio público permite al prestador gozar de ciertos derechos que no serían concebibles para una actividad común, como el uso gratuito de espacios públicos y privados, la posibilidad de forzar convenios con terceros como el de interconexión.[2]

La tutela de usuarios y clientes

Que la libertad sea el principio medular que justifica la existencia del Estado moderno, no implica olvidar que para garantizarla, se debe proteger a quienes por su debilidad relativa, no autosatisfacen ciertas necesidades básicas. Por ello el anteproyecto consolida las disposiciones protectoras de usuarios y clientes, generalizándolas desde la telefonía hacia todos los servicios de telecomunicaciones, ya que no se justifica que los clientes telefónicos tengan –por ejemplo– un amparo del que carecen los de valor agregado o transmisión de datos, mas allá de su posibilidad de optar entre una oferta mayor que la existente en el sector de los servicios telefónicos.

También se han incluido otros derechos, siendo imprescindible una eficiente tutela de la confidencialidad y la privacidad, hasta hoy declamada pero no cumplida. Por ello se han mejorado las normas de la ley 19.798, agregando nuevos derechos reconocidos a usuarios y clientes en esos aspectos. Incluso proponemos una indemnización tasada y una norma penal, para corregir la actual ausencia de consecuencias mensurables y de penas específicas, que vuelven letra muerta las garantías vigentes.

Es parte de la protección de la libertad no sólo ocuparse de clientes y usuarios sino también de quienes aún no han podido serlo y por ello, no gozan de esa libertad de optar. Para que los servicios de telecomunicaciones –por ahora, el telefónico– puedan ser recibidos progresiva y rápidamente por toda la población, se mantienen las normas de Servicio Universal, que deberán ser puestas en ejecución con celeridad y eficiencia.

El desarrollo tecnológico y el Derecho

Es un lugar común la afirmación de que en el derecho de las comunicaciones los avances tecnológicos provocan la rápida desactualización de las leyes. Nada más equivocado: ese problema ocurre solo con las normas mal concebidas, que pretenden a regular tecnologías, algo ajeno –por definición– a las leyes, que sólo rigen conductas humanas [3] y no chips, válvulas o semiconductores.

La ley no debe definir tecnologías, porque éstas pertenecen por su propia esencia a las reglas del arte. Por ejemplo, en todo el Código Civil, que con sus más de 4.000 artículos regula eficientemente los derechos de propiedad, hay solamente dos menciones al ladrillo (arts. 2622 y 2725) y tres a la piedra (arts. 2335, 2622 y 2725): es decir que pese a no haberse siquiera mencionado esos elementos básicos , desde mediados del siglo XIX hasta hoy no ha habido problemas por tal silencio.

Nuestro objetivo ha sido emular la sabiduría de Vélez Sarsfield, restringiendo las normas a las conductas, actos y actividades, casi sin referir aspectos tecnológicos que, en cuanto tales, son mutables y deben ser materia de otras ciencias pero no de la jurídica. Esos temas deben ser eventualmente reglamentados, mientras la ley debe limitarse a consignar algunas reglas básicas, como que las redes e instalaciones no deben generar daños ni causar interferencias con las redes de terceros.

Por igual razón ni siquiera se menciona al protocolo Internet, hoy tan en boga como lo estuvo hace unos años el desprecio por el cobre y el encandilamento por la fibra óptica. Baste pensar qué hubiera sucedido si una ley hubiese limitado los tendidos de cobre, para al poco tiempo ver desarrollarse los sistemas DSL.

Párrafo aparte merece Internet: siguiendo el ejemplo de todas las legislaciones del mundo, lo mejor en este sector es limitar la pasión regulatoria al mínimo, dejándolo libre tal como ha estado hasta el presente.

La política económica

Es usual que en todo proceso de legislación surja la inquietud de solucionar problemas macroeconómicos, promoviendo modelos productivos y sectoriales, dando mayor o menor tutela a determinadas empresas –por ejemplo, las llamadas pymes– promoviendo la integración geográfica y al Mercosur, previendo servicios sociales, subsidios, promociones, exenciones, etc. Todo es admisible pero sólo si se tiene en cuenta que la ley se aprueba para durar decenios, que es lo que en los hechos ocurre.

Por eso, las referencias de una ley como la de telecomunicaciones a aspectos que son indiscutibles en su faz genérica pero variables en lo que hace a las soluciones posibles en cada momento dado, deben ser sólo genéricas y no de detalle.

Por ejemplo, nadie duda de que para reconstruir la capacidad industrial de nuestro país la iniciativa privada debe complementarse con políticas que debe adoptar el Estado. En este ámbito, la esencial mutabilidad de las decisiones de política económica de cada gobierno, hacen inconveniente que en leyes destinadas a perdurar, se incluyan disposiciones demasiado específicas, que pueden ser buenas para un lustro, pero malas para otro.

De hecho, aunque la reconstrucción de la industria argentina es hoy un tema clave, la historia nos demuestra que este tema no ha sido en todo tiempo materia de preocupación gubernamental y social. Por eso, es conveniente que el texto legal faculte a la autoridad reglamentaria a tomar las medidas específicas que cada momento demande.

Relacionado con lo anterior y con la regla medular de la libertad es que se incluye en el anteproyecto el objetivo de fomentar la competencia efectiva en los mercados, en la explotación de las redes, en la prestación de los servicios y en el suministro de los recursos asociados; de promover la inversión eficiente en materia de infraestructuras y de facilitar la innovación tecnológica y la investigación, el desarrollo y la producción de equipamiento en el país y la permanente mejora de los niveles de empleo. Cómo hacerlo es materia de otras normas y de otros órganos de gobierno.

Párrafo aparte merecen la política laboral, por la imperiosa necesidad de generar empleo: la ley de telecomunicaciones no es el lugar donde esa materia debe regularse: basta con mencionar entre los objetivos de la ley el fomentar la permanente mejora de los niveles de empleo, para que luego, en ciertas decisiones concretas o genéricas, su reglamentación tenga en cuenta este problema clave, pero ajeno a esta legislación especial.

La Autoridad de Aplicación

Sin una Autoridad de Aplicación seria, eficiente, honesta, capaz y profesional, la ley será solo una expresión de deseos, sometida a los avatares políticos del momento. Por ello debe utilizarse un esquema similar al que tan buenos resultados viene dando en el Reino Unido durante los últimos 20 años, es decir una Autoridad de Aplicación que también lo sea de control y regulatoria, consolidada en un ente autárquico –la Comisión Nacional de Comunicaciones– creado en el ámbito del Poder Ejecutivo Nacional, independiente y estable.

El directorio de la CNC debe estar integrado por personas que realmente operativas y por ello descartamos cualquier hipótesis de conformarlo con representantes provinciales y de ONG. Baste pensar qué grado de eficiencia tendría un directorio con 24 directores por las provincias, más 5 ó 6 por algunas ONG, más otros 3 ó 4 expertos en el tema: ninguna. Los costos directos e indirectos, las demoras y las externalidades negativas de semejante grupo serían enormes.

Sin caer en la unipersonalidad del sistema inglés, proponemos un directorio de seis miembros. Es importante que la ley impida que la Comisión se convierta en una fuente de canonjías; por ello es que el Presidente y el Vicepresidente deben elegirse por concurso público [4], en tanto los cuatro vocales deben ser gerentes en actividad. A la vez, deben prohibirse los nombramientos y contrataciones de personal de fuera de la carrera administrativa, salvo para vacantes reales que se llenen por concurso público.

Aunque es difícil que una futura ley de ministerios suprima a la Secretaría de Comunicaciones, ello sería coherente con el sistema de este anteproyecto e incluso con el del decreto 1185/90 y muy positivo porque se suprimirían estructuras que solamente complican y demoran la gestión del sector e incrementan el gasto público y privado.

La estabilidad jurídica

La ley que en definitiva se dicte para reemplazar a la 19.798 y a la enorme cantidad de normas inferiores que regulan esta actividad, debe tener un contenido y una redacción que pueda aspirar a cierto nivel de permanencia, porque ni es posible políticamente modificar estas leyes cada pocos años, ni es de país serio hacerlo.

Cualquier propuesta de legislación debe tener en cuenta que no se trata de encontrar una salida hoy y aquí a las aparentes urgencias de momento, sino de encontrar con mesura y rigor intelectual y jurídico, un texto que perdure. Cualquier otra solución sería hipotecar el futuro, ya que una ley así dictada nacería limitada en el tiempo y repercutiría en las inversiones que no atraería, en los trabajos que no crearía, en los procesos productivos que no conllevaría y en los impuestos que no se pagarían.

El derecho comparado

Ningún trabajo legislativo puede prescindir de la legislación extranjera, pero es necesario tener en cuenta que, en muchos casos, aún unificando textos no se unificarían contextos, por las diferencias que existen entre culturas, economías y entornos. Con esa prevención, hemos buscado antecedentes en las legislaciones latinoamericanas, muchas de ellas muy modernas y en las de Europa continental. Hemos utilizado así, entre otras, a las leyes de Canadá, Ecuador, El Salvador, España, Francia, Honduras, Italia, Méjico, Nicaragua, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela.

También son de enorme importancia las recomendaciones del Parlamento Europeo en sus Directivas del 7 de marzo de 2002 Nos. 19 (acceso a las redes de comunicaciones electrónicas y recursos asociados, y a su interconexión); 20 (autorización de redes y servicios de comunicaciones electrónicas); 21 (marco común regulador de las redes y los servicios de comunicaciones electrónicas) y 22 (servicio universal y los derechos de los usuarios en relación con las redes y los servicios de comunicaciones electrónicas), la Directiva 2002/58/CE del 12 de julio del 2002 (tratamiento de los datos personales y a la protección de la intimidad en el sector de las comunicaciones electrónicas) y la Decisión N° 676/2002 CE, del 7 de marzo del 2002 (marco regulador de la política del espectro radioeléctrico en la Comunidad Europea.

Las definiciones legales. La técnica legislativa

La economía anglosajona domina al mundo y con ella se expanden sus tradiciones culturales. Es así que muchas legislaciones modernas dedican uno o más artículos a definir términos, reconstruyendo así una especie de diccionario especializado, más propio de un contrato en inglés que de una ley en castellano.

Algunas pocas definiciones pueden ser necesarias, pero solo cuando ciertas palabras no tienen un significado aceptable o preciso en la rama de la actividad de que se trate o cuando simplemente carecen de todo significado y es necesario establecerlo por ley.

En el anteproyecto las definiciones son pocas, ya que se han eliminado la mayoría de las contenidas en las normas actuales, por ser obviedades o por pertenecer a diversos campos de las ciencias no jurídicas o por estar previstas en otras normas o tratados internacionales. Sí se han consignado algunos términos que por no coincidir con el significado general de las palabras que los forman, necesitaban de cierta especificación legislativa, como es el caso del área local del servicio telefónico, o el de prestador.

En materia de clasificaciones de servicios y operadores, por ser meramente operativas, es que hemos intentado ser muy breves y generales, consignando sí la regla medular de que la creación de clases, categorías o tipos no debe ser nunca un obstáculo para el surgimiento de nuevos servicios, por la eventual incuria del reglamentador en reconocer esos nuevos fenómenos o por su negativa a aceptarlos.

También por razones de técnica legislativa, hemos suprimido referencias a la sana competencia, al cumplimiento de las reglas de lealtad, etc., que eran redundantes, ya que las leyes deben ser cumplidas sin necesidad de que otras leyes lo ratifiquen y ciertas definiciones o generalidades (el concepto de conductas depredatorias, por ejemplo) pertenecen a la doctrina o a la jurisprudencia, o eventualmente a la ley de defensa de la competencia o quizás a la reglamentación, pero no a una ley de telecomunicaciones.

La defensa de la competencia

El art. 59 de la ley 25.156 atribuyó todas las atribuciones en estos temas al Tribunal Nacional de Defensa de la Competencia, objetivo plausible por el deseo de coherencia que lo sustenta, pero de imposible realización práctica salvo que ese tribunal –aún no constituido– fuese dotado de miles de especialistas y empleados, para que pudieran lidiar con conflictos de competencia entre empresas unipersonales, pymes y grandes conglomerados, o sea entre kioscos, autopartistas, telefónicas, petroleras y laboratorios, por dar solo algunos ejemplos.

Semejante abarrotamiento de trabajo anularía cualquier eficiencia y por ello cada ente de control debe tener facultades exclusivas y excluyentes en este campo, lográndose el aporte de conocimientos específicos en materia de defensa de la competencia, a través del asesoramiento previo de ese Tribunal en la etapa de sumario.

La potestad regulatoria

En el conflicto de poderes entre la Administración y el Administrado rigen los principios generales del derecho administrativo. Gracias a él, sabemos que los principios de libertad y capacidad que amparan a las personas, no son aplicables al Estado, acotado por los principios de especialidad e incapacidad. Es por ello que el anteproyecto detalla las facultades del Poder Ejecutivo Nacional y de la Autoridad de Aplicación, quedando las actividades ajenas a ese campo, excluidas de sus facultades de acuerdo a la ley 19.549, su reglamentación y la doctrina y jurisprudencia administrativas.

En algunas materias que se consideran clave, como la inclusión de metas u obligaciones especiales, facultad debe ser exclusiva e indelegable del Poder Ejecutivo, para limitar el riesgo de los cambios excesivos de regulación a nivel de resolución.
En esta materia no debemos omitir que aunque mucho se ha dicho sobre la «desregulación», elevándola a una virtual panacea universal, la experiencia jurídica indica que los esquemas desregulados pueden menoscabar la libertad, porque ésta requiere de garantías legales para el débil frente al fuerte, que solo se logran con regulaciones. Como en otros casos, nuestro magnífico y muy liberal Código Civil es el mejor ejemplo de cómo se necesita de normas para consagrar el efectivo ejercicio de nuestras libertades y es por eso que desde hace más de una década estamos proponiendo que el concepto debe ser la re-regulación, es decir el cambio de las regulaciones limitativas por las regulaciones permisivas y es así que se ha concebido este Anteproyecto.

Puede llamar la atención la cantidad de artículos del anteproyecto, si se lo compara con otras leyes, que parecen más breves. Pero es una mera apariencia: si se compara no la cantidad de artículos sino la cantidad de palabras, podrá verse que este trabajo tiene muchas menos que las leyes de Francia, España o Venezuela. Además, cada país tiene estrategias regulatorias diferentes y es así que existen muchos casos en los que las normas de telecomunicaciones no están contenidas sólo en la ley de ese nombre sino en otras, que en general no son computadas para determinar la real cantidad de artículos y palabras. Y por último, la brevedad o parquedad de una ley no es necesariamente un mérito, ya que los campos indefinidos serán llenados por la reglamentación o la jurisprudencia, con el riesgo que ello supone.

Las facultades tributarias. Otros temas de interés

Este ríspido aspecto está regido por el principio de que las cargas fiscales deben ser federales, prudentes y previsibles, y es así que se han mantenido los compromisos asumidos por el Estado Argentino con las adjudicatarias del concurso regulado en el Decreto 62/90, extendiéndolos a todos los prestadores, ya que no tendría sentido amparar sólo a esas dos grandes licenciatarias.[5]

También se ha mantenido la exención de pago de derechos de uso de espacios públicos, porque la voracidad fiscal que ha sido siempre detenida por la Corte Suprema de Justicia desde el siglo XIX, debe seguir siendo limitada por la ley: no hacerlo fomentaría la tendencia comprobada a sufragar gastos que con seguridad implican condenar a los usuarios y clientes de los servicios de telecomunicaciones a pagar más por la traslación de esos costos a los precios y tarifas, impidiendo a muchos incluso a acceder al servicio.

Se han mantenido las normas actuales en materia de jurisdicción, precios y tarifas, interconexión, redes, espectro, homologaciones, régimen sancionatorio y normas internacionales, desglosando las propias de una ley, de aquellas de detalle que deben ser contenidas por la reglamentación.

Los cambios han sido pocos, pudiendo mencionarse la posibilidad de modificar convenios de interconexión aprobados cuando exista conflicto de partes, porque en rigor de verdad, el componente convencional de estos «contratos» es mínimo y la importancia de los intereses en juego, entre los que priman los de la clientela y los usuarios, justifican agotar los medios para reducir la conflictividad a su mínima expresión.

No se ha incluido en el anteproyecto referencia alguna a tal o cual sistema de costos, porque son mutables y además una ley no debe referirse a herramientas teóricas. También se ha evitado la tentación de reglamentar en exceso la actividad de los prestadores, ya que nada justifica que se someta a este sector a normas que no se aplican a otras actividades tan o más trascendentales para el país y sus habitantes.

En materia de sanciones se ha mantenido a grandes rasgos el sistema actual, especificándose los casos de infracciones graves y muy graves. Un cambio mencionable es que se ha modificado el texto vigente, para permitir el cobro de las multas antes de que quede firme, proceso que al estar sometido a las vías recursivas de rigor, puede tardar años y diluye el efecto persuasivo de la pena. ©



[1] Cabe acotar que al presente, demasiadas disposiciones reglamentarias repiten derechos que por surgir del principio de libertad de nuestra Constitución, es redundante mencionar. Vale como ejemplo el que tienen los prestadores de servicios de radiodifusión a solicitar licencias para la prestación de servicios de telecomunicaciones, que no debe ser declarado, porque deriva de su libertad de ejercer industria lícita y no habiendo una exclusión en otra norma, esa declaración deviene sobreabundante.

[2] La conservación de la empresa se justifica no por la calificación de servicio público sino por la conveniencia de tutelar a los clientes y usuarios; por ello además de suprimirse el caso de la presentación en concurso como causal de revocación de la licencia, se ha restablecido el sistema del Anexo I del Decreto 62/90, modificado, para permitir que el Estado pueda hacerse cargo de una empresa en quiebra para licitarla a la mayor brevedad, si ello hace al interés colectivo de mantener servicios en plena prestación.

[3] Como decía Carlos Cossio, el derecho sólo regula conductas en interferencia intersubjetiva.

[4] Convencidos de que no es ético impedir la experiencia y el conocimiento y también de que la capacidad e idoneidad es un requisito para acceder a cargos públicos que viene de la Constitución misma, es que creemos que la incompatibilidad entre el ejercicio de cargos públicos y la actividad previa y posterior es una y no la única interpretación posible de la Ley de Ética Pública. En esta materia y en toda otra que requiera conocimientos especializados, vedar el acceso a los cargos públicos a quienes deben trabajar en lo que saben hasta el día anterior a su designación es cuando menos, aristocrático, ya que restringiría ese acceso a los rentistas, o poco práctico, ya que eliminaría a los expertos. Y prohibir el trabajo en el sector luego de dejado el cargo es también elitista porque supone que con los sueldos -en general magros- de la función pública, se puede ahorrar para un año sabático, lo cual es a todas luces absurdo. Estas normas de intención de pureza y ética solo impiden designar a quienes realmente conocen su materia, sea porque sí tuvieron actividad anterior al nombramiento, sea porque no pueden permitirse el lujo de ese sabático anual posterior. De alguna forma es violar la manda constitucional de la idoneidad, contenida en su art. 16. Para decirlo con un ejemplo, con la actual ley de ética pública no se podría designar a un Favaloro como Ministro de Salud o a un Fangio como Secretario de Deportes. Y por eso proponemos que se la derogue al menos para la CNC.

[5] En estos meses se ha levantado un viento que cuestiona las privatizaciones en general, con ciertas tácitas críticas a lo actuado respecto de Entel y de los servicios de telecomunicaciones. Pero en las telecomunicaciones, el cambio de 1990 a 2003 ha sido tan positivo desde el punto de vista de los clientes y usuarios que exime de mayores comentarios y de hecho, no es este el lugar para ese debate. Pero sí debemos señalar que el anteproyecto respeta todos los derechos adquiridos por quienes los han adquirido, porque es lo único que puede hacerse en un país que debe volver a ser serio con absoluta urgencia. Esa seriedad hacia el pasado es lo que hará creíble la seriedad hacia el futuro y llamará a inversiones que implicarán industrias, trabajo y bienestar. O sea, orden y progreso, como reza la bandera del Brasil.


 
 
Editorial

Alberto Gabrielli


Tapa Año I - Nº 1