Discurso pronunciado por el Dr. José Osvaldo Casás

Acto de colación de grado del día 22 de junio de 2007

Señor Decano de la Facultad de Derecho, profesor emérito doctor Atilio Aníbal Alterini, Autoridades de la Casa, Señores profesores, docentes, graduados, señoras y señores:

Hace más de cien años, para ser más precisos el 12 de agosto de 1903, en la colación de grados de esta Facultad, en la vieja casona de la calle Moreno, el profesor de Derecho Constitucional académico Manuel Augusto Montes de Oca (continuador en la Cátedra de Aristóbulo del Valle a partir de 1896) pronunciaba unas vibrantes y emotivas palabras de las cuales me permitiré leer dos de sus párrafos, ya que las mías no serían tan felices para describir el significado de este acto y el estado de ánimo de sus protagonistas. En ellas señalaba:

Asistimos a una fiesta de gratas emociones. Un grupo de estudiantes, que cruzaba ayer, por primera vez, los umbrales de la Universidad, con los anhelos nobles de quien pide a la ciencia las armas para afrontar la lucha por la vida, llega al fin de la jornada, entre vítores y aplausos; laten sus corazones dominados por la satisfacción pura de todo triunfo sin vencidos y por el legítimo orgullo de alcanzar la meta merced a esfuerzos personales. Los jóvenes graduados palpan en este instante que poseen condiciones para sobreponerse a dificultades y asperezas, tienen la conciencia de haber dado cima a un trabajo de aliento, y están, con razón, complacidos de sí mismos. El diploma que, en minutos más, será puesto en sus manos, determina, además, un jalón de su existencia: atrás queda la impresión del aula, alegre, franca, dulce, pero impresión de adolescentes: adelante se dibuja un nuevo escenario, incierto, sombrío, ignorado, pero escenario de hombres y mujeres; y en esta etapa de su desarrollo, los recuerdos del pasado y las esperanzas del porvenir, mezclados y confusos, les inspiran un halago íntimo, caldeado por sentimientos generosos.

Más adelante, el profesor añadía:

La tradición de la Facultad de Derecho quiere que en medio de estas plácidas emociones haya una nota fría: la palabra severa en nombre del claustro de profesores. Me considero sin títulos para pronunciarla, pero tengo tanto cariño a esta casa, estoy tan saturado de su atmósfera que no habría podido esquivar mi contingente sin creerme reo de una falta de disciplina. Hasta ese extremo prima en mis actos el espíritu universitario, y si no conservo íntegra el alma de estudiante, es porque he dejado en mi camino retazos de ilusiones y jirones de esperanzas.

Retomando mi intervención, creo necesario enfatizar que la felicitación de estilo que corresponde formular a los graduados debe extenderse, necesariamente, a muchos de los que aquí se han hecho presentes para acompañarlos siendo testigos calificados en este acto trascendente. Me refiero a los familiares y amigos, ya que en cada logro personal es asimismo parte importante el estímulo, el respaldo, el apoyo, la ayuda y el aliento en los momentos de desánimo, de los más cercanos en el afecto, fundamentalmente, de los padres, a quienes, de algún modo, también quiero rendir mi homenaje.

Para ello, y a modo de anécdota, me permito ilustrarlos con una referencia. Hace cuatro años fui invitado a participar como disertante en cursos organizados por la Universidad Nacional Autónoma de México y por la Universidad Panamericana, ambas del Distrito Federal, invitación que uno de mis anfitriones el profesor universitario y juez federal doctor Miguel de Jesús Alvarado Esquivel hizo extensiva a la Universidad Autónoma de Durango, Estado del cual era oriundo. A último momento, por los compromisos de su función -como juez con competencia electoral, en vísperas de comicios-, dicho profesor, no pudo acompañarme personalmente, por lo que, en tales circunstancias, al diagramar mis actividades en la Ciudad de Durango dejó consignado quién me recogería del aeropuerto, el hotel en que pararía y mi agenda, sorprendiéndome que, al día siguiente, hubiera previsto que, supliendo su ausencia y antes de mi exposición en aquella Facultad, visitara a su señora madre y desayunara en su casa.

Aquella mañana fui atendido por una señora amable, pero que transmitía autoridad, quien, por circunstancias de la vida, debió tomar sola en sus manos las riendas para llevar adelante una familia de ocho hijos, la mayoría de ellos, hoy prestigiosos universitarios. Al ingresar a la casa, me llamó la atención una pared colmada por diplomas. Ante mi pregunta, la señora me indicó que eran los títulos de posgrado de sus distintos hijos, varios de ellos de doctorados en la Universidad Nacional Autónoma de México y otros de Universidades europeas como las de Salamanca y Lovaina. Me relató, entonces, que como a sus hijos les bastaban sus títulos de licenciado para ejercer sus profesiones, le habían regalado los que correspondían a grados académicos como un reconocimiento a todos sus esfuerzos, no sólo económicos, sino a las noches en vela preparando café, el poner y apagar despertadores, el estar al tanto también ella de planes de estudio, equivalencias e integración de las diversas mesas examinadoras, como al hecho de esperar, a menudo sola y en largos silencios, el llamado telefónico dando cuenta del resultado de pruebas y evaluaciones.

Concluyo este relato con una referencia adicional que toca a mi amigo Miguel de Jesús Alvarado Esquivel. Este, luego de doctorarse en la UNAM, partió hacia España con un préstamo que debía reintegrar al Banco de México en que trabajaba. Permaneció tres años en el extranjero, cursando su segundo doctorado, en esta oportunidad en la Universidad de Salamanca, sin poder regresar a su país durante los recesos lectivos de agosto -el verano europeo- por la estrechez de recursos económicos. Sin perjuicio de ello, y con grandes esfuerzos, su madre viajó a España un mes antes de la lectura de la tesis, y los compañeros de Miguel de Jesús -todos latinoamericanos- se arrinconaron en el pequeño departamento que compartían para facilitarle una habitación, resultando recompensados ampliamente al ser relevados de las tareas domésticas que rotativamente debían desplegar, viéndose agasajados durante treinta días con comida mexicana.

En síntesis, las caricias al corazón de aquella madre se vieron ampliamente compensadas en el caso de Miguel de Jesús, con el diploma que certificaba su doctorado en Salamanca con calificación sobresaliente cum laudem.

En este aspecto, pues, hago extensivas mis felicitaciones a todos los aquí presentes por lo que les toca en la culminación de los esfuerzos de los graduados, personificando el reconocimiento en las madres que hoy nos acompañan.

Desde otra óptica, aspiro a brindarles, como profesor de la Facultad, una lección modesta de viejas verdades olvidadas, invitando a todos, y especialmente a los diplomados, a tener una participación entusiasta en este acto. Así, harán honor al espíritu propio de pertenencia a la Universidad de Buenos Aires. Un sentimiento que, si bien es difícil de definir, compartimos todos los que llegamos a esta Casa de Altos Estudios para quedarnos definitivamente en ella.

Es la mística y el orgullo de saberse graduado de una de las Facultades de mayor prestigio de América. De una Casa de Estudios que no regala sus calificaciones. De una Universidad que ha brindado los Premios Nobel en Ciencias que distinguen a la Argentina. De una Universidad que elige su claustro docente por concurso y que exige a sus profesores revalidar sus cargos en oposiciones periódicas. De una Universidad que privilegia, por sus valores esencialmente republicanos y democráticos, sólo la capacidad y la inteligencia, removiendo los obstáculos de orden económico o social para el acceso a sus aulas y que, por tanto, defiende como un postulado básico, en materia de carreras de grado, el principio de gratuidad de la enseñanza pública superior. De una Universidad en la que está asegurado el pluralismo por la libertad de cátedra y la independencia de los poderes políticos de turno por la autonomía, tanto en la conducción, como en la faz académica. En fin, de una Universidad que es responsabilidad de todos a través de la labor fecunda y compartida en la gestión tripartita, materializada en los Consejos Directivos donde tienen representación los claustros de profesores, graduados y alumnos.

Les recuerdo también que su compromiso con la Universidad debe mantenerse a partir de hoy inalterado y sin deserciones, así lo reclama, por lo menos, una doble circunstancia.

Primero, porque las autoridades, profesores y cuadros administrativos, a pesar de las precariedades presupuestarias, han hecho todo lo posible para dotarlos, sobre todo, de una formación sólida en los principios. No se producen sabios en la Facultad. No lo somos quienes enseñamos, ni están en posibilidad de serlo tempranamente los que aprenden. Transmitimos los fundamentos del Derecho que servirán de base a ulteriores profundizaciones e investigaciones, pero enseñamos para la libertad y la defensa de los derechos humanos, levantando cimientos sobre los cuales habrá de constituirse la verdadera personalidad moral de los graduados, no como servidores del estrecho interés individual sino como sacrificados luchadores en la defensa de los intereses comunes de la Nación.
Segundo, en tanto los magros recursos con que se sufraga la enseñanza universitaria pública en la Argentina son atendidos por el pueblo en su conjunto, ya que tienen su origen en rentas generales, con lo cual contribuyen a sostenerla no solamente los sectores más acomodados de nuestra sociedad sino, también, aquellos que se encuentran debajo de la línea de pobreza, a través de la imposición indirecta al consumo (como el IVA) que actúa solapadamente por sus efectos analgésicos o anestésicos, haciendo perder conciencia a los incididos de que están siendo alcanzados por la tributación como contribuyentes de hecho, en el marco de un gravamen que se extiende, incluso, a los bienes básicos de la canasta familiar.

A ese compromiso se responde, cuanto menos, involucrándose en el quehacer de la Facultad, inscribiéndose en el padrón de graduados para, cada dos años, elegir representantes en el Consejo Directivo, convirtiéndolos, de tal modo, en custodios y guardianes de la calidad científica y del prestigio de esta unidad académica que hoy les extiende su diploma.

También quiero poner el acento en que contamos con ustedes para integrar los cuadros de la carrera docente de esta Casa, que constituye el primer paso en la formación de los futuros profesores, desde donde se puede devolver a ella algo de lo aquí aprendido. Igualmente, dentro de la amplia oferta de capacitación, perfeccionamiento e investigación, desde aquí se imparten estudios de doctorado, maestrías, carreras de especialización y cursos de actualización continua, imprescindibles, al menos estos últimos, en la medida que se atienda al primero de los Mandamientos del Abogado, decálogo laico fruto de la pluma insigne del jurista uruguayo Eduardo J. Couture, cuando enfatizara: Estudia. El derecho se transforma constantemente. Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado.

Sabedor de las condiciones que distinguen a todos y cada uno de los que hoy reciben su diploma, estoy seguro de que en el ámbito en el que se desempeñen, ya sea como abogados litigantes, integrantes del Poder Judicial o del Ministerio Público, en la enseñanza universitaria, o en la función pública, cumplirán con el deber de brindar lo mejor de sí en la tarea que acometan, a favor de la comunidad. Por ello los invito a tener fe, siguiendo nuevamente a Eduardo J. Couture, cuando en el punto octavo de su decálogo nos señalara:

Ten fe en el Derecho, como el mejor instrumento para la convivencia humana; en la justicia, como destino normal del derecho; en la paz, como sustituto bondadoso de la justicia; y sobre todo ten fe en la libertad, sin la cual no hay derecho, ni justicia, ni paz.

Quiero remarcar nuevamente que ésta Universidad ha sido y seguirá siendo su Casa en el saber, pues ya se ha creado entre ustedes y ella un vínculo de pertenencia imborrable que se proyectará hacia el futuro y, a partir de tal identidad, deberán hoy honrar su juramento y acompañar con el aplauso el de todos sus compañeros, con la plena convicción de que acertaron cuando la eligieron y traspasaron sus puertas en la hora de su ingreso, hace ya unos cuantos años. Y hacerlo con el fervor y el entusiasmo que no sabe de desmayos porque parte del corazón.

Para finalizar, como lo he hecho en otras oportunidades en que me ha tocado pronunciar unas palabras en la colación de grados de ésta, mi Facultad (la de mi abuelo paterno -de quien con orgullo llevo su nombre y apellido-, de mi padre y de mis tíos), les digo que hoy reciben un diploma pero no se marchan de esta Casa.

Así, siendo figurativamente la voz de una Facultad que vive el desgarro propio del alumbramiento como profesionales de los alumnos que culminan esta etapa de sus estudios, permítanme expresarme haciendo míos los versos del poeta venezolano Andrés Eloy Blanco en las letras de Giraluna canta en la ausencia, para decirles a todos los noveles graduados, incluidos aquellos que pudieron haber sido mis alumnos:

Quédateme un poco más,
márchateme un poco menos,
véteme yendo de modo
que me parezcas viniendo
y no grites: adiós!
Ni digas ‘hasta la vuelta’;
vete marchando de espaldas
para creer que regresas.

Nada más. Muchas gracias.