Discurso pronunciado por el Dr. Alfredo M. Vítolo

Acto de colación de grado del día 5 de marzo de 2010

Señora Decana, señor Vicedecano, autoridades de la Facultad, señores profesores, señores egresados, señoras y señores.

Hoy es un día muy especial para todos los que estamos aquí reunidos. La Facultad de Derecho, nuestra Casa, despide a sus alumnos con la satisfacción del deber cumplido.

Los flamantes egresados recibirán sus títulos que los habilitarán para la práctica del Derecho en sus distintas ramas y orientaciones y que significan la coronación de sus estudios. El diploma que hoy les es entregado y que premia el esfuerzo realizado a lo largo de estos años, los habilita a ejercer una de las profesiones más dignas que un hombre puede tener: la de abogar por los derechos de los individuos.

En una época en donde la profesión se encuentra vapuleada desde diversos sectores, en una sociedad donde la eficiencia y la urgencia se han erigido en valores absolutos, por encima del respeto al derecho; en donde la regla del más fuerte parece imponerse por sobre la razón, la figura del ABOGADO –con mayúsculas- debe ser puesta de resalto. Porque el abogado, y espero que todos ustedes asuman este rol, no es un mero técnico que aplica mecánicamente las normas según la conveniencia de los intereses de su cliente. El abogado es un luchador por el Estado de Derecho, por la vigencia de la Justicia y la Constitución. Y para eso los ha preparado esta Casa a lo largo de sus estudios.

Cualquiera sea el ámbito en donde ustedes desarrollen su vocación, el Tribunal –como jueces o litigantes-, la cátedra, la empresa o la función pública, les cabe a ustedes una gran responsabilidad. Son ustedes el modelo en el que la sociedad buscará respuestas a sus demandas de justicia, y explicación –en su caso- por la falta de ella.

Nos corresponde a los abogados explicar –con nuestra prédica y ejemplo- la trascendencia del concepto del “Estado de Derecho”, por cuya vigencia han luchado tantos en el pasado y que hoy se encuentra lamentablemente desvalorizado. Debemos ser nosotros quienes enfaticemos la importancia de la ley y del respeto a la misma, no como elemento de opresión, sino como instrumento de libertad.
Aristóteles decía que el hombre es un animal político, queriendo decir con ello que solo a través de la vida en sociedad el individuo lograba desarrollar plenamente sus virtudes. Pero esa vida en sociedad impone también obligaciones y limitaciones a la libertad necesarias para lograr ese desarrollo. Así, nuestra Constitución se erige como un instrumento de libertad, reconociendo derechos, poniendo límites a los mismos y organizando el poder para evitar el caos y hacer posible la vida social. De nada sirve una declaración de derechos si los derechos que ella reconoce no pueden ser ejercidos, si su vigencia depende del capricho del gobernante de turno o si, violados los mismos, no existe un órgano independiente e imparcial ante quien reclamar justicia. Así, en un sistema republicano, las garantías procesales y la separación de poderes y sus límites revisten tanta importancia como las declaraciones de derechos.

Es cierto que muchas veces el respeto a tales garantías o el cumplimiento de los procedimientos legales parecen –en un mundo frenético- conspirar contra la velocidad de las decisiones, pero tales garantías y procedimientos están deliberadamente establecidos en beneficio de la libertad; actúan como catalizadores de la decisión en un sistema democrático republicano y evitan que las pasiones del momento o la razón de la fuerza primen sobre las libertades individuales y la justicia. “Los hombres se dignifican postrándose ante la ley, porque así se libran de arrodillarse ante los tiranos”. Con esta frase concluye el “Manifiesto a los pueblos” que, aprobado por unanimidad, cierra las deliberaciones del Congreso que, en 1853 nos diera nuestra Carta Magna.

Es este el mensaje que debemos transmitir y la responsabilidad que ustedes asumen desde hoy frente a ustedes mismos y frente a la sociedad toda que ha contribuido a vuestra formación en esta, nuestra Casa, en momentos difíciles como el actual, que exigen un fuerte compromiso con estos principios.

Hace algo más de cien años, en momento de honda crisis, un ex-Presidente de la Nación, y egresado –como ustedes- de esta Facultad, el Dr. Carlos Pellegrini, se lamentaba de la apatía de la juventud y los arengaba a la participación pública: “¿Dónde esta la juventud que ocupará en días próximos los comandos superiores?... La prensa, la tribuna, la reunión política, todas las escenas en que la juventud puede ensayar sus fuerzas y adiestrarse para el gran combate, están abiertas”.

Ese es el desafío al cual los convoco.

Como profesor de esta Casa y en su nombre, los despido como alumnos, con la certeza de que hemos sembrado en tierra fértil, y como colega les doy la bienvenida a una profesión que espero les brinde grandes satisfacciones a través de la lucha por el Derecho y las libertades individuales, una pelea que, estoy convencido, vale la pela pelear.

En esta fecha tan especial, en donde también celebramos el recambio democrático de autoridades de nuestra Facultad, hago mías las estrofas del tradicional himno universitario, el Gaudemus Igitur, que se canta en las universidades de mundo, desde hace siglos:

“¡Viva la Universidad!,
¡Vivan los profesores!
¡Vivan los que estudian!
¡Que crezca la verdad,
Que florezca la fraternidad
Y la prosperidad de nuestra patria!”

Muchas gracias.