Discurso pronunciado por el Dr. Juan Vicente Cataldo

Acto de colación de grado del día 7 de noviembre de 2008

Buenos días a todos los presentes: egresados, alumnos, familiares, profesores, autoridades, Sr. Decano. Veo a esta oportunidad que se me brinda como un honor y un privilegio, porque son pocas las veces que en nuestra vida se hace realidad concreta la posibilidad de estar así, en plena vivencia, frente a la criatura que, aunque sea en pequeña parte, hemos contribuido a dar a luz.

Esa misma escasez obliga a aprovechar al máximo estos momentos; y nos hace pensar en lo más elemental: ¿qué decir? En ese tren, primero se formó en mi mente la idea de reivindicar y recordar que todos -nosotros y ustedes- somos hijos de la universidad pública, laica y gratuita, por cuya existencia y pervivencia hemos luchado tantos argentinos, durante décadas, tratando de honrar el ejemplo de nuestros padres. Sí: no era mala propuesta; en definitiva queda instalada, en acto, a través de estas palabras.

Sin embargo, la semilla inicial no pudo evitar la búsqueda de más sol, y así, de pronto, tomé conciencia de que esta Universidad solamente puede transcurrir un hoy y confiar en un mañana porque el pueblo argentino ha podido dar cuerpo a un logro aun mayor: el estado de derecho. Simultáneamente, caí en cuenta de que este 2008 se cumplen veinticinco años de la reinstauración de un Gobierno democráticamente elegido, y por tanto del inicio del proceso de reconstrucción de la democracia, que afortunadamente perdura. Debemos festejarlo -y me parece imprescindible que lo sintamos como un deber-, y como motivo de fiesta que es me convencí que no podía estar ausente en esta particular fiesta de toda nuestra comunidad.

No pretendo ser original; sería pecar de soberbia. Es que he recorrido lo dicho por algunos de quienes me han precedido, y encontrado que muchos han puesto el acento en la misma cuestión. Quizás sea sólo mía la fortuna de poder hacerlo en este específico y especial momento de nuestra historia, pero anhelo que en lo porvenir se multipliquen muchas veces estas bodas de plata institucionales, y muchos más tengan oportunidad de celebrarlas.

Es imperioso tomar conciencia de lo trascendente que para todos es esa circunstancia histórica, como individuos y como sociedad: el estado de derecho hace posible nuestro pleno desarrollo en la vida, con libertad y dignidad, en convivencia y paz, unidos en la diversidad. Porque como antes recordara mi compañera y amiga, Mónica Pinto, y cito, “el estado de derecho no se agota en la división de poderes sino que requiere además la construcción de una sociedad más justa y más igualitaria; que reclama la consagración de los derechos humanos, no a nivel del discurso sino de la realidad, la comprensión de que la dignidad humana se realiza no solamente cuando se prohíbe la tortura o cuando se consagra la libertad de expresión sino también cuando hay atención primaria de salud, alojamiento, derecho a la educación, alimentación básica”.

También debemos tener en claro que el estado de derecho no es un producto instantáneo, nacido de una poción mágica o milagrosa, sino el resultado de una construcción cotidiana y permanente, a menudo tediosa, cuando no riesgosa, pero que nunca debemos olvidar o postergar, aunque siempre reste algo por sumar.

Veamos –quizás alguno de ustedes haya sido alumno mío, y recuerde la figura: si dejamos caer al piso una copa de cristal, en menos de un segundo estará hecha pedazos; pero, luego de recogerlos, seguramente demoraremos mucho más, tal vez horas, en volver a pegarlos. Es mucho más sencillo destruir que construir. Ahora piensen que, repasando nuestra historia con mucha generosidad y a pesar de la letra de cientos de leyes con la Constitución en el tope, en el lapso de 130 años, desde 1853 a 1983, hubo apenas veintiséis en los que rigieron, aun con claroscuros, las instituciones democráticas; los demás transcurrieron con gobiernos elitistas y fraudulentos, o con dictaduras más o menos sangrientas. Con ese precedente, es ilusorio pretender que la tarea esté completa: queda mucho, muchísimo, por hacer.

Quizás sea esta inevitable carga temporal, que aumenta el peso de la tarea, la que me lleva a extender el saludo inicial a los que no están pero que de alguna manera nos acompañan: a aquellos que nos mostraron el camino, y ya nos dejaron por culpa de su tiempo natural o del que les impusieron sus asesinos; pero también, y tal vez sobre todo, a quienes no están todavía, pero que ustedes traerán a heredar ese camino que, espero, se siga construyendo para su recorrido vital.

Valga lo dicho para todos y cada uno de los que hoy egresan: sé que, además de abogados, hay también traductores, calígrafos públicos y otros especialistas. No obstante, soy hombre y profesor de derecho, y a partir de esa esencia no puedo dejar de recalcar algunos puntos que, en ese marco, incumben principalmente a los abogados.

Es que los hombres de derecho han desempeñado papeles de gran importancia en la historia de los padecimientos y alegrías del estado de derecho. Muchas veces con signo categóricamente negativo: desde la nefasta acordada de la Corte Suprema del 9 de septiembre de 1930, que legitimó el primer derrocamiento militar de un Gobierno democrático, hasta los cientos de abogados que, antes y después de ese día, fueron colaboradores y cómplices, cuando no cabezas, de gobiernos ilegítimos y usurpadores. Pero también muchos otros miles, que lucharon por la libertad y dignidad de sus compatriotas y por la democracia, incluso entregando su vida, o bien aportando su esfuerzo diario para consolidar el estado de derecho recuperado, desde el Gobierno o desde el llano.

No debería resultar difícil para nosotros elegir entre ellos a los que nos han marcado la ruta y el destino; tengo la esperanza de haber aportado para que la amplia mayoría de ustedes sepa quienes han sido ejemplo de la dignidad profesional y humana del buen abogado. Mi primer maestro en derecho fue mi padre, que ya no está con nosotros. Una de sus primeras lecciones fue hacerme conocer los diez mandamientos de COUTURE, que creo sinceramente que todo abogado debería leer e intentar cumplir. En esta ocasión recordaré el cuarto: “LUCHA”, manda el profesor uruguayo, y aclara: “tu deber es luchar por el derecho; pero el día que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia”. Y el estado de derecho es la mejor, sino la única, opción para que la justicia tenga real oportunidad de concretarse en la mayor cantidad posible de mujeres y hombres.

Cada uno de ustedes sabrá desde qué lugar afrontar esa lucha; sin arrogancias, porque la construcción de una sociedad más justa es un proceso en el que todos somos actores, cada uno en nuestro pequeño rol: como también señalara la Dra. Pinto, “se construye democracia desde la acción de cada uno de nosotros”; por mi parte, como el GALILEO de BRECHT, compadezco a los pueblos que necesitan de héroes para realizar su destino.

Quizás alguno piense y sienta que, como nos enseña CAMUS en LA PESTE, lo importante no es tanto si dos más dos suman cuatro, sino seguir afirmando que suman cuatro aunque en ello nos vaya la vida. Bienvenido.

Otro, quizás la mayoría, sienta y piense en cambio que su tarea es más humilde. Bienvenidos también, sin ninguna duda y con mayor alborozo, porque esa humildad es su fortaleza. Y en ese lugar no se amedrenten ni avergüencen: hace tiempo, alguien preguntó a unos simples obreros de la construcción que era lo que hacían. Uno respondió, con la vista baja, que estaba picando piedras; otro miró hacia el frente y contestó que estaba levantando una pared; el tercero, por fin, levantó la mirada al cielo y dijo: estoy construyendo una catedral.

Bienvenidos, pues, todos ustedes, abogados o no, profesionales al fin, a esta nueva etapa de sus vidas. Pongo mi esperanza en que cada uno sepa construir su propia catedral, para así entre todos poder levantar la gran catedral de una patria más justa.

Muchas gracias, en mi nombre y en el de los que me continuarán.