Discurso pronunciado por el Dr. Héctor Iribarne

Acto de colación de grado del día 18 de febrero de 2005

Señor Decano, Señores Secretario Académico, Señores Profesores, Señores graduados. A las familias presentes.

Señoras y señores:

Debo expresar en primer lugar mi reconocimiento al señor Decano que me ha encomendado la misión, de por sí muy honrosa, de despedir a los graduados que hoy reciben su diploma. Esta ocasión es especialmente significativa para mí pues hoy se lo entregaré a mi hijo, y hace poco se lo di aquí mismo a mi hija, con todos ustedes destinatarios de estas reflexiones.

Quiero comenzar mis palabras felicitando a los nuevos profesionales, que hoy reciben el fruto de su esfuerzo. Y también a sus familias, que seguramente contribuyeron al logro que aquí festejamos. Por eso es justo que –como es propio de las buenas fiestas- tengamos aquí la activa participación de sus familiares y de sus amigos.

Durante un tiempo, estos actos no eran ni siquiera públicos. Pedro Goyena, en la colación de grados de 1882, nos cuenta que –durante el rectorado de Juan María Gutiérrez– su “escrúpulo republicano” lo condujo a “la supresión de estas demostraciones, cerrando el salón de graduados a las familias y al público en los momentos en que se despedía a los alumnos de jurisprudencia”.

A partir de 1880, los actos se libraron de ese pudor. Durante varios años se celebraban en una ceremonia anual, el día 24 de mayo, en la víspera de nuestra fecha patria. Luego hubo un par de actos por año, que solían aproximarse también a otras efemérides: el 12 de octubre, el 12 de agosto aniversario de la fundación de la Universidad, el 9 de Julio.

Siempre un profesor de la Casa, o un distinguido hombre de derecho despedía a los nuevos doctores. Abruma enumerar a quienes, en esos tiempos, tuvieron a su cargo esa honrosa misión: Alberdi, en 1880; José Manuel Estrada, en 1881; Pedro Goyena en 1882, Amancio Alcorta, en 1884, Bernardo de Irigoyen en 1886, entre muchos otros de no menor jerarquía en los años siguientes. Lucio V. López, Juan Agustín García Joaquín V. González, Wenceslao Escalante, Aristóbulo del Valle, también ocuparon este estrado y sus palabras ofrecen reflexiones de valía.

La relectura de esos discursos, a veces muy extensos y –en algunos casos– paradigma de la elocuencia de ese tiempo, no deja de mostrar preocupaciones que, por lo visto son permanentes y, si no lugares comunes, repiten a menudo una serie de tópicos: suele prevalecer cierto tono admonitorio, cierta confianza –propia de esa época– en el progreso inexorable de la República, consideraciones generales acerca de la actividad del abogado y –a veces– algunas exposiciones críticas sobre determinados hábitos del mundo de la política, que –desgraciadamente- han exhibido invariable vitalidad a lo largo del tiempo.

La circunstancia autoriza todo tipo de reflexiones. Asumir hoy el compromiso de trabajar en el mundo jurídico configura un singular desafío pues, si bien siempre ha sido naturalmente arduo dedicar la vida a tutelar el derecho de la gente, la grave crisis que sostenidamente afecta a la República, sus extensos efectos sobre toda la población, y las complejas condiciones de la vida contemporánea, renuevan y acrecen las naturales exigencias de la profesión que hemos elegido.

No resultaría sincero expresarles nuestra bienvenida a la vida profesional a la que hoy se incorporan sin enunciar las dificultades que esperan, abandonando el optimismo fácil. Pero, a la vez, habrá que advertir que muchos de los escollos que describo nos aguardan a todos, y que durante un tiempo habremos de enfrentarlos juntos, no son nuevos, ni excluyen la virtud de muchos que han procurado su superación.

No podemos hacernos acreedores del reproche de Antonio Machado “No digas media verdad, dirán que mientes dos veces cuando digas la otra mitad".

Por eso se impone advertir también que muchas circunstancias afligentes respecto del aporte del derecho a la vida de la gente, son en general las que más se exhiben en la morosa contemplación de lo peor, que causa la delectación de muchos, y que disimula el esfuerzo a menudo silencioso de quienes día a día, en su respectivo lugar, hacen gala de la “perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo”, como desde Roma se reclama a quienes obran en el mundo del derecho.

Como en tantas otras cosas, en nuestro país lo paradojal es corriente, y a menudo terribles vicios coexisten con el obrar casi heroico de muchos.

De todos modos, no podemos dejar de advertir que –a pesar del límite que el derecho naturalmente tiene como obra humana que es– en muchos países alcanza rangos de eficacia que –desde hace largo tiempo– parecen remotos en estas tierras.

Por eso, debemos reputar que nuestros males, escogido el camino debido, son superables.

No es necesario reseñar los antiguos discursos que pronunciaron los ilustres antepasados, que muestran las perspectivas de ese tiempo. Nos debemos de detener sin embargo en uno. Interesa especialmente el de Carlos Pellegrini, pronunciado, en esta Facultad cuando era Presidente de la Nación, el 24 de mayo de 1892.

Vale la pena destacar sus proyecciones sobre la labor de los graduados, que alcanzaban su título poco más de veinte años después del orador.

Pellegrini observaba que los nuevos abogados se incorporaban a la vida profesional a fines del siglo XIX, destacando los esfuerzos que, durante el tiempo anterior, había exigido la organización de la Patria. Decía por ello:

“Entráis a ocupar vuestro puesto de labor cuando ella ha adquirido sus formas externas definitivas, pero queda aún inmensa obra que realizar para trabajar su masa, depurarla, hacerla homogénea y adaptarla en su conjunto y en sus detalles al soberbio modelo que hemos adoptado. Es esa la tarea del siglo próximo, y es esa vuestra misión.”

“Seréis entonces los encargados de regir los destinos de vuestro país, y será vuestra obra, obra de paciente labor, tranquila y constante. Seréis los encargados de fijar en vuestra Patria los rasgos definitivos de su fisonomía nacional”.

Terminado ya ese “siglo próximo”, que para Pellegrini era el veinte, podemos decir que esos presagios no se cumplieron. Paciencia ha hecho falta mucha, no sólo a los abogados; también se necesitó constancia y la tranquilidad padece, mientras tanto, grave riesgo. No aceptamos que el presente exhiba los rasgos definitivos de la fisonomía nacional.

Probablemente Pellegrini no podía advertir las acechanzas que nos aguardaban, y las que pudo tener en mira no condujeron a ningún camino superador.

A partir de esa enorme distancia entre el aludido pronóstico y nuestra realidad se pueden avizorar los horizontes de la empresa que les espera, y que nos espera junto a Ustedes mientras nuestras fuerzas lo permitan y nuestra experiencia y nuestro trabajo puedan ser útiles.

Hoy nuestra sociedad necesita remedio, que mitigue las graves penurias de muchos y recomponga la concordia cívica, y al derecho como base de la convivencia justa.

No es época de contar con los destinos manifiestos que auguraba Pellegrini.

Mucho es lo que se nos reclama.

Bien decía Eduardo Bidau, que fuera Decano de la Facultad y profesor de Derecho Internacional Público, en su discurso del 12 de agosto de 1908:

“Los títulos académicos y profesionales que otorga la Universidad imponen pesadas cargas correlativas al honor y dignidad que reflejan sobre sus poseedores. Ser dirigentes implica el deber de dirigir, que empieza por el de dirigirse a sí mismo, en forma correspondiente a la responsabilidad tácita pero conscientemente asumida de guiar a los más débiles por el buen sendero”.

“La sociedad es exigente. En las crisis supremas pide panaceas, quiere que lo sepamos todo, cuando apenas si no lo ignoramos todo”.
Pero debemos admitir que hay una distancia abismal entre nuestros enunciados y los resultados concretos de la obra que la gente de derecho ofrece a la comunidad.

Es cierto que el derecho como realización humana tiene límites.

Es buen momento de volver a Pellegrini, quien advertía en su citado discurso que:

“No incurráis en el error de buscar en la ley escrita el remedio a un mal que está en los hábitos, porque vuestro trabajo será estéril”.
Nuestra Patria necesita que sus ciudadanos cambiemos arraigados hábitos, denunciados largamente a lo largo del siglo XX desde variadas posiciones ideológicas pero, muchas veces y a pesar de esas divergencias de enfoque, coincidentes en su virtualidad diagnóstica, y hasta en la proyección de sus consecuencias.

No todo podemos hacerlo los abogados, cualquiera sea el rol que desempeñemos. Cuando el derecho deja de ser el bien del otro, habitualmente reconocido en la práctica, cuando el ciudadano no ve que lo exigido está dirigido a su prójimo, y prescinde sin pudor de respetarlo, no hay derecho posible. Nunca puede mantenerse un sistema jurídico con el sólo arbitrio de los gendarmes.

Puede decirse sin error que la vieja definición del derecho de Dante Alighieri: “El derecho es una proporción real y personal de hombre a hombre que, cuando es mantenida por éstos, mantiene a la sociedad, y cuando se corrompe, la corrompe”. (Dante, de Monarchia, Losada, traducción española de Ernesto Palacio, página 68) tiene entre nosotros valor diagnóstico. No suele avizorarse en nuestros cursos, que siempre prefieren limitarse a hablar de las “normas”, y –con frecuencia– desde el estudio, se pierde el horizonte de la sujeción al bien común, indispensable presupuesto de todo orden justo.

¿Qué hacer desde el derecho?

En primer lugar recobrar el rumbo, con espíritu de servicio y desde la humildad de todos sus agentes.

Hablar de humildad hace necesario alguna aclaración. No debe verse encarnada en una constante actitud de autorreproche, con la depreciación del propio ser y la aceptación de la desconsideración del propio obrar, y del mérito que se tenga.

Para que se entienda por dónde va el camino de la verdadera humildad hay que percatarse que no sólo no es contraria a la magnanimidad, sino que es su hermana gemela y compañera, ambas están igualmente distantes de la soberbia y de la pusilanimidad.

Son características del magnánimo la sinceridad y la honradez. Nada le es tan ajeno como callar la verdad por miedo. El magnánimo evita, como la peste, la adulación y las posturas retorcidas. No se queja, pues su corazón no permite que se le asedie con un mal externo cualquiera. La magnanimidad implica una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta de un corazón sin miedo. No se deja rendir por la confusión cuando ésta ronda el espíritu, ni se esclaviza ante nadie, y sobre todo no se doblega ante el destino.

Desde ese punto de partida se impone como regla, y en todo aspecto, acercar esforzadamente las alturas del discurso jurídico a la vida concreta de la gente.

Es cierto que muchos de los vicios que afectan al mundo jurídico no dependen sólo del obrar de abogados y jueces, ni de sus humanos límites-. Sin embargo, la distorsión de la norma y los desbordes de nuestra atávica anomia, pueden considerarse atribuibles –al menos en parte- a la frecuente falta de conciencia sobre la instrumentalidad de las reglas, como herramienta de respuesta a problemas conforme a los valores que hemos elegido para animar la vida de nuestra comunidad.

Tampoco el derecho ha sabido entre nosotros motorizar los grandes debates, naturalmente inherentes a la vida republicana. Vivimos en un país poco afecto al intercambio de opiniones. La misma categoría conceptual de lo opinable aparece desdibujada y de algún modo ajena a los ámbitos en que –naturalmente– es el vehículo de la controversia fecunda, herramienta superadora de la confrontación irracional.

La vida jurídica aparece como ineficaz en la conformación de paradigmas que sirvan a su ejemplaridad. Ella debe acrecer su espontáneo acatamiento, antes que exhibir su esterilidad, que se proyecta en renovada desobediencia.

A menudo falta clara conciencia de la moralidad desde el derecho. Se ha dejado de percibir el límite necesario entre lo público y lo privado, tolerándose la intromisión en esta última esfera y muchas veces admitiendo que la ética oscile entre el discurso hipócrita y la estigmatización de toda postura rigurosa, caricaturizada como expresión fundamentalista.

Distinguidos filósofos hace mucho tiempo, advertían cómo el retroceso del espíritu religioso había deteriorado la vitalidad de la moral.
Muchas veces es relegada a ciertos aspectos de la moral individual, o a un código de prohibiciones, residentes en el fuero interno de cada uno, o vinculados intuitivamente a lo religioso, quizás con algún sesgo integrista. Se han derivado de ello muchas consecuencias negativas, pero en particular es inevitable destacar la falta de vigencia colectiva de pautas de ética ciudadana y de una cultura moral social, que deje su debido ámbito a la vida privada y que sirva a formas superiores de convivencia.

Estas, en cambio, padecen constante detrimento y han estado largamente ausentes de nuestra vida cívica, si atendemos a tantos ejemplos que la historia exhibe, y a agudas denuncias de quienes, generalmente en soledad, avizoraron hace mucho tiempo varias de las calamidades que hoy nos aquejan. En ese mismo marco, las nociones de virtud y de pecado, aparecen sin duda desdibujadas, así como los conceptos más o menos precisos de unas y otros.

En un orden jurídico regido por el sabio standard del artículo 19 de la Constitución Nacional es un desorden inadmisible.
Desde el derecho hay mucho por hacer a favor de superación de problemas morales de la comunidad, que presuponen ponerlos en su lugar, asegurando el respeto a lo privado, y exigiendo severamente la sujeción que principios invariables de ética pública imponen en la sociedad civilizada.

La autoridad aparece seriamente menguada, a veces en su ejercicio, otras en su consideración. La reminiscencia de los gobiernos de facto, y a veces su ejercicio no racional, animan a confundir su desempeño con el autoritarismo.

Tan severos diagnósticos no excluyen la esperanza, ni obstan un amplio campo de acción para todos los abogados. Los roles del mundo jurídico están demandados, pues la gente tiene conciencia de que el derecho, no su caricatura, permiten una vida social más plena. Bien claro: no se admite ya que se ofrezca más de lo mismo. Si las respuestas no llegan pronto, esa demanda será más intensa, y –quizás– hasta violenta, como ya hay ocasión de ver.

Además, no sólo se impone recomponer la sociedad solidaria que hemos perdido, sino recobrarla –mejorada- para todos. Una comunidad llega a someter a la mitad de su población a la pobreza, y a muchos a la indigencia, si distraídamente, o con consciente abandono, se ha abstenido de considerar a la actividad propia y ajena como parte de una obra común.

La tarea, como decía Pellegrini es enorme, más grande que la él que podía concebir cuando dijo aquí las palabras que evocamos antes.
Comienza por la necesidad de repensar el derecho en todos sus ámbitos propios, y a concebirlo primordialmente como servicio al prójimo. Toda la sociedad civil requiere una especial devoción en el respeto al otro. Cuando no se da naturalmente, es justamente a la autoridad a quien compete suscitarla.

En muchos lugares cuestiones que aquí han suscitado normatividad, a veces asociada a sanciones de imposible aplicación masiva, se resuelven a través de la mera consideración del interés ajeno, casi bajo la forma de la cortesía. Al revés, entre nosotros a menudo se burlan las reglas, sin consideración alguna por los bienes que protegen.

La anomia, ya denunciada, debe superarse en un acatamiento casi socrático de la ley. Suele cuestionarse al derecho en la Argentina en nombre de la seguridad jurídica. Hay que advertir que, bajo esa advocación se elude la desconsideración de problemas que, si se advierte su verdadera naturaleza, configuran formas genuinas de injusticia. Lo son sin duda la acepción de personas, la práctica de corromper a la ley dictándola para beneficiar a personas o grupos, que Lucio V. Mansilla denunciaba hace más de cien años. También lo es la consolidación de sistemas injustos, a veces sesgados por formas de sustracción de dimensión macroeconómica.
En tren de repensar el derecho, el ámbito es vastísimo. Abandonar las desnudas confrontaciones de interés buscando en todas las instituciones el equilibrio inherente al bien común.

Los ejemplos aparecen generosamente. Esta semana quien ejerce la dirección del organismo titular el poder de policía de las sociedades comerciales, profesor de esta casa, denunció que los entresijos de las prácticas en ese ámbito posibilitaban la irresponsabilidad y el atropello de la gente. Muchos son conocidos desde hace años.

El sistema concursal aparece como vehículo para el despojo de todo acreedor, y se prescinde del fraude y de toda consideración de la conducta del deudor.

En materia penal la confrontación absurda entre garantismo y punición, el abandono del sistema carcelario a situaciones que pueden comprometer la responsabilidad internacional del estado, en virtud de las garantías que vulneran menguan la racionalidad de esa rama de nuestro derecho. No hay sistema penal sin garantías, ni orden sin castigo de quien delinque.

La inequidad y la indisciplina fiscal se conjugan a menudo, con grave detrimento del bien común. Pero el cumplimiento de las obligaciones fiscales es deber cívico primordial. Sólo el carácter de contribuyente autoriza el reclamo del ciudadano, nunca puede permitirlo la condición de evasor.

Hay enorme campo para simplificar nuestras instituciones, abreviar trámites procurando su mayor eficacia a un menor costo. La tutela de los intereses colectivos, el amparo del consumidor y la prevención del delito y del daño abren camino para el obrar fecundo de quienes estén dispuestos a trabajar intensamente en el restablecimiento de una sociedad más justa.

La misma enseñanza del derecho ofrece una extensa materia para el estudio y el trabajo fecundos. Hoy exige tanto la profundización de los conceptos generales, como la rigurosa especialización en áreas particulares. Los enfoques interdisciplinarios de todo tipo demandan profundizaciones que –entre nosotros- recién comienzan. Deberían concebirse mecanismos para que la docencia en el mundo jurídico deje de ser una actividad virtualmente gratuita.

Es necesario concebir la natural complementariedad de los servicios que ofrecen los distintos agentes del mundo del derecho. A menudo el tribunal es casi hostil con el abogado litigante. Otras, es éste quien reclama la solución de su propia ineficacia al sistema judicial. En esto como en tantos otros ámbitos muchas veces se desconsidera al otro, se desprecian su esfuerzo y su tiempo, se prescinde del destinatario final del servicio y del orgullo de la obra bien hecha para el otro, que –en realidad es el justiciable. La desconfianza recíproca –entre tanto– suele servir para esterilizar el esfuerzo de muchos.

En el sistema judicial hay muchísimo por hacer. No está demás en primer lugar añadir el reclamo respecto del meritorio. Por supuesto que es conveniente generar un sistema de pasantías en ese ámbito, donde unos pocos meses pueden generar experiencias valiosas para toda la vida profesional. Pero de allí a mantener un pérfido sistema de cooptación del personal, que impone el aporte gratuito de muchos, y que determina -a menudo. que la escasa remuneración del agente quede a cargo de los magistrados funcionarios y compañeros es inadmisible.

Episodios recientes, graves y lamentables, revelan la corrupción de la autoridad, atávicamente arraigada de modo notorio en medida que ha causado estragos que no son improbables en otras áreas, en cualquier momento y, en el fondo, revelan el absoluto desprecio por el destinatario de cualquier prestación, trocada en mera apariencia.

Es indispensable sujetarse, entre los sabios mandamientos del abogado del gran Eduardo Juan Couture, a uno esencial: el derecho se aprende estudiando pero se ejerce pensando. Será necesario mucho estudio, porque el que los ha traído hasta aquí seguramente no será suficiente, pero a la vez es menester tener inventiva, creatividad, audacia y prudencia, para elaborar las soluciones que la comunidad reclama.

El título cuya obtención celebramos es, como ha sido siempre, un punto de partida, lo demás viene por añadidura, como fruto del esfuerzo cotidiano.

Es necesario, además, emprender el camino con esperanza. No estiman los hombres empresas llanas, lo que es fácil, como fácil pasa.
Es bueno recordar que la esperanza es virtud esencialmente juvenil. “La juventud es causa de esperanza, enseñó también Santo Tomás de Aquino, porque la juventud tiene mucho futuro y poco pasado”.

El bien común ausente, nos mueve a decir, “todavía no ha llegado su hora”, antes que a decir “nunca llegará”.

Por eso, la virtud de la esperanza suscita, en sentido literal, un “remozamiento”, pues otorga al hombre un “aún no” que triunfa completamente sobre el declinar de las energías naturales y no queda afectado. Da al hombre “tanto futuro” que el pasado de la más larga y rica vida aparece, por el contrario, como poco pasado. Sólo esa virtud puede comunicar al hombre esa tensión, suelta y tirante al mismo tiempo, esa elasticidad y ligereza, esa frescura propia de un corazón fuerte, esa alegría elástica, esa despreocupada valentía confiada, que caracterizan al hombre joven y lo hacen tan amable”, como enseñara Josef Pieper.

Por último, los saludo cordialmente. Brindo para que, apartados de la aparente misión de concretar destinos que otrora parecían manifiestos puedan conservar íntegra, hasta el fin de vuestro camino, la vocación de justicia que los trajo a estos parajes del pensamiento y del servicio.

Admitida la dificultad de su logro y con conciencia de la necesidad vital que para nuestra patria tiene construir, en los hechos, un verdadero “estado de justicia” que haga cierta entre nosotros la participación en los bienes que, por naturaleza, corresponden a toda criatura, puedan concretar esas expectativas que Pellegrini consideraba fatales, y que sólo serán fruto de un inteligente esfuerzo que –confío- podrán llevar a puerto, con el coraje necesario para afrontar las empresas que les toquen.