Discurso pronunciado por el Dr. Andrés Fink

Acto de colación de grado del día 6 de octubre de 2006

Señor Vicedecano, señor Secretario Académico, señora ex Vicedecana, estimados colegas profesores, estimados noveles abogadas y abogados, señoras y señores.

En primer lugar quiero agradecer a las autoridades la distinción que se me dispensara al invitarme a hablar en este acto académico en representación de la Facultad de Derecho.

Al hablar a noveles abogados, la primera palabra que corresponde expresar es la de felicitación por el logro alcanzado. Ustedes han transitado un largo camino de cinco años o algo más y hoy han llegado a la meta. El esfuerzo realizado fue grande. Los principales protagonistas indudablemente fueron ustedes, pero lo lograron también porque se sintieron acompañados por sus padres u otros familiares que los apoyaron en este emprendimiento. Ahora el esfuerzo de todos se ve coronado con el tan ansiado diploma del que se sentirán orgullosos toda la vida. Recibiendo el diploma han llegado a una puerta que ahora pueden abrir. Detrás de esta puerta hay un nuevo espacio en el que entran hoy con decisión y optimismo y quizá con alguna aprehensión frente a lo desconocido. En el umbral de esta puerta les dirijo estas palabras como una reflexión en voz alta, reflexión que fundamentalmente y en primer lugar hago para mí. Si la hago en voz alta es porque me mueve una disposición de amistad hacia ustedes, aun sin conocerlos personalmente. El espíritu que me anima es, como en el Martín Fierro, parecido al “padre que da consejos” que “mas que padre es un amigo”. Cuando no nos piden consejos debemos cuidarnos de darlos. Pero como este es el último momento en que un profesor de la Facultad todavía les puede decir algo en su calidad de tal, aprovecho la oportunidad en la esperanza de no ser ni tedioso ni malinterpretado. Después de los diplomas ya seremos colegas. Trataré de condensar lo principal y ser muy claro.

La Facultad, en la que también me he recibido hace 32 años, nos ha formado para distinguir lo más sabiamente posible entre el bien y el mal. Es este el distingo que es base y fundamento de toda la vida y, obviamente, la vida no puede basarse en el mal. Nosotros los abogados en particular hemos sido formados para analizar conductas humanas y distinguir unas de otras.

Dentro de ello hay algo que hace a nuestra profesión verdaderamente trascendente: hemos sido formados para “HACER JUSTICIA”. Es fácil pronunciar esta palabra en abstracto, pero apenas la personalicemos advertimos su gravedad. ¿Yo deberé hacer justicia si llego a ser juez o funcionario público? O, ¿yo deberé procurar que se haga justicia si soy abogado? ¿Es posible que por mi intermedio se pretenda realizar algo tan definitivamente noble como la justicia en sus aspectos más concretos? ¿Estaré a la altura de lo que se exige y exigirá de mí?

La Facultad de Derecho nos formó. Hasta ahora ustedes sólo recibían. Eran receptores de un sinnúmero de conocimientos y teorías que han ido acumulando y madurando. A partir de ahora ustedes también comenzarán a dar. Después de un comprensible tiempo de descanso tras el esfuerzo realizado, naturalmente sentirán la necesidad de comenzar a aportar. También sentirán la necesidad de seguir estudiando, a partir de ahora a un nivel superior. Comenzarán a hacer cursos, maestrías y doctorados y yo les animo calurosamente a que los hagan. El estudio continuado les ayudará en la ardua tarea de todos los días, pero fundamentalmente les ayudará a madurar como personas que se ocupan del deber ser humano. Este proceso de maduración se detendrá solo con el fin de nuestra existencia. Mientras tanto ustedes y yo debemos ir ganando en sabiduría.

Para explicar gráficamente lo que es la sabiduría, permítanme reproducir una anécdota conocida que se encuentra en una publicación de esta Facultad del año 2004. La anécdota se atribuye a San Ivo de Bretaña, Francia, Patrono de la Abogacía, que vivió en el siglo XIII, y dice así: “…Al pasar por la casa de un hombre rico, un mendigo que se acercó a oler lo que estaban preparando en la cocina fue descubierto por el dueño que, sin mediar palabra, lo llevó ante el juez de su localidad -Yves de Hélori, luego San Ivo- y lo denunció por oler su comida. El juez tenía fama de justo así que escuchó lo que las partes tenían que decir y dictó su sentencia: condenó al mendigo a depositar sobre el estrado una moneda de oro, que era todo lo que el mendigo tenía. El rico, satisfecho, escuchaba el tintineo de la moneda en la madera cuando el juez añadió: ‘si he condenado a este hombre por oler tu estofado, tu te contentarás con escuchar la indemnización’, y le devolvió su moneda al pobre…”. Hasta aquí la anécdota. Sabiduría es saber comprender la simpleza, la profundidad y la trascendencia del “hacer justicia”. Para hacerla bien se necesita estudiar y pensar bien para aplicar correctamente las leyes y principios, pero también se necesita sentimientos, laboriosidad, compromiso y sentido práctico.

Para el tiempo en que vivimos nos parecerá conveniente a todos recordar aquella frase de Agustín de Hipona: “Los reinos sin justicia no son sino grandes latrocinios”. La palabra latrocinio suena elegante y distante y por ello parece afectarnos menos. Pero si la traducimos por lo que significa, robo, hurto, fraude, muy pronto la comprendemos en su real dimensión. El compromiso de hacer justicia en todos los órdenes, es un deber de toda persona de bien, cuanto mas de una mujer y de un hombre de Derecho que han jurado o prometido, como harán ustedes hoy, “ajustar su conducta a los dictados de la moral”. Después de recibido el título ya no se trata de filosofar, sino de hacer la justicia en concreto. Es eso lo que se exigirá de ustedes, como se lo exige de todos los que somos hombres y mujeres de Derecho desde hace décadas y que debemos o deberíamos dar el ejemplo.

Debo decirles también que “hacer justicia” cuesta y a veces mucho. ¿No oímos acaso, lamentablemente demasiado a menudo, sobre conductas indebidas en personas que tienen que ver con la administración de justicia o de la cosa pública en general? Y ante ello ¿cual es la reacción de la gente común, de los destinatarios de la administración de justicia o de la acción de gobierno? El conocido “que se vayan todos” francamente resulta suave. ¿No nos enteramos acaso de situaciones en distintos países en que organizaciones delictivas y otras de distinta naturaleza presionan y amenazan a jueces para que fallen en tal o cual sentido? “Hacer justicia” verdaderamente, a veces sencillamente requiere ser héroe, ni mas ni menos. Ejemplos de ello no faltan, ni a nivel global ni en nuestro ámbito.

Para hacer frente a los desafíos que se nos pueden presentar, debemos cultivar las virtudes. Siempre insisto, para evitar malas interpretaciones de la palabra virtud, que la misma proviene del latín “vir”, que para los romanos era el hombre, con todos los atributos de la hombría. De allí lo viril. Solo el verdadero hombre era y debía ser virtuoso. Hoy, obviamente, participan de estas características, a su manera, también todas aquellas colegas abogadas que, a pesar de la lucha cotidiana por la justicia, saben conservar su exquisita femeneidad. Todos y cada uno a su manera debemos tener presentes los valores permanentes y luchar por ellos. La virtud de la fortaleza ya fue mencionada por Platón en su tiempo como una de las principales, junto con la prudencia y la templanza. Toca a nosotros y a nuestra profesión cultivarlas.

Y finalmente, la abogacía es un servicio a los demás. “Nosotros somos para el cliente y no el cliente para nosotros”, reza una conocida máxima. Tengamos siempre presente el juramento o promesa del día de hoy de “poner al servicio de la sociedad y de nuestros semejantes el arte y la ciencia de nuestra profesión”.

Al felicitarles nuevamente les deseo suerte y éxito personal en la profesión del Derecho, cualquiera sea la rama o actividad que elijan.

Les deseo también que los inevitables tropiezos y sinsabores no los desanimen. Les deseo coraje, para hacer frente a los desafíos que ineludiblemente se presentarán ante ustedes. Por sobre todo les deseo que sepan ser honestos, cada uno consigo mismo y con los demás. Es la mejor garantía de su éxito personal y profesional.